viernes, 6 de abril de 2018

El caso de las literas alternadas


Recibo numerosas consultas sobre la resolución del caso de la Petra picta. Tengo que reconocer que, a medida que yo me cargaba de excelentes argumentos jurídicos para resolver el pleito, mis hijos perdieron todo interés en la cuestión. Desde entonces he probado a dejar en varias ocasiones la pietra picta en lugares estratégicos y de paso, a ver si se renovaba el conflicto mimético y yo podía dictar mi fundamentada sentencia. Hasta ahora, no ha habido manera.

Ayer, saltó otro pleito. Ahora duermen en literas y, aunque desde el primer día Carmen decidió que prefería la de arriba y Quique la de abajo, milagrosamente, se estableció un sistema de semanas alternas, literas aliteradas. Entre los encantos de la de abajo está que Aspa se acuesta allí hasta que yo acudo a llevarla a su cesta (o no). Anoche, le tocaba a Carmen abajo y Quique estaba muy desolado de tener que subirse arriba, porque le da vértigo, y yo me lo creo.

Esta vez pasé del Derecho Romano y tiré del feudal. Le dije a Carmen: “Estás en tu derecho de quedarte abajo, porque esta semana te toca a ti, pero lo noble sería subirte arriba, que a ti te gusta hasta más, y ceder tu preferencia a tu hermano, por el puro pundonor de portarte con él fenomenal. Yo, sin embargo, no te voy a obligar a algo que la justicia no te exige”. Se quedó en la cama de abajo. Volví a la carga. “Pero qué burgués agarrarte [y se embozaba en el edredón] a tu derecho en vez de aprovechar tan estupenda oportunidad para la magnanimidad”. Seguía. Dije: “Qué decepción”, y me fui. Al rato, vino la madre a avisarme que Carmen había decidido el intercambio de camas.

Fui a felicitarla. Me la encontré arriba, pero llorando. “Oh, no, de ninguna manera. Los gestos nobles no se hacen llorando”. Y les obligué a cambiarse de nuevo de cama, llorando ahora Quique, que se las prometía felices. La única que ni lloraba ni se cambiaba de cama era Aspa.

Pero a mitad de la escalerilla, todos en planta y la luz encendida, Carmen decidió sontenella y no enmendalla, su nobleza. Se quedó arriba. Me dio un beso. Y se tapó con el edredón. Yo, como don Quijote con la barcia, ya no quise probar más si sonreía, como aseguraba con voz cavernosa, o lloraba. Me acosté bastante orgulloso.

Esta mañana sí sonreía. Le he dicho con signos de admiración: “¡Eso es la nobleza!”, y ella lo ha entendido, se le ha visto en el brillo de los ojos. Y yo también (lo he entendido y me han brillado los ojos).




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