lunes, 7 de octubre de 2013

La antigüedad es una aristocracia


En el bar donde entro por suerte a tomarme el café, dos maravillas.

La camarera: "Si Dios quiere, y el diablo no mete la pata, el año que viene vuelvo a Bolivia". Y nosotros que nos perderemos ese español cristalino. 

Un anciano enjuto, avellanado, surcado de arrugas, nervioso y hablador. Aunque es domingo y aún es temprano, ya viene de mariscar, y está satisfecho de cómo se dio la cosa y de haber esquivado, gracias a sus reflejos, a la Guardia Civil. Es el centro moral del bar. Todo el mundo le saluda, le conoce y le trata de usted. Se le acerca una vieja renqueante y le espeta: "Usted tuvo que conocer a mi abuelo". Yo me espanto, porque la señora tampoco es una moza y creo que se le han saltado las generaciones. Pero no, tras tres preguntas, el anciano triunfa. Conoció al abuelo, y al padre y a los tíos, y donde vivieron y donde trabajaron todos —trabajos humildes, pero que allí sonaban como títulos nobiliarios: cargador del muelle, arrumbador, barrendero...—; y la señora se fue, riéndose, como si hubiese recibido la bendición de un patriarca, ennoblecida ante toda la atenta clientela. 


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