sábado, 9 de enero de 2016

... Y vuelta



Me levanté hecho polvo. Me había desvelado la noche anterior hasta que la poesía vino en mi socorro. Pero no cuento  en el artículo que además le di al vino lo mío en la cena. Nuestros amigos nos ofrecieron unos tintos estupendos y yo no pude negarme, porque el vino es sagrado. Ya en la cena me vi locuaz e indiscreto, que es la señal inequívoca de que conviene moderarse, pero no... Y cuando sí, con los postres, propusieron una copa (o varias, como fueron) de Pedro Ximénez, y era la llamada de la tierra, que no es sagrada, pero casi. Por Jerez, por el jerez y porque estaba buenísimo... tenía esa mañana ese dolor de cabeza digamos que patriótico.

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En el buffet del hotel desayuné tortilla de patatas, lo que parecerá un detalle sin importancia, como no tiene, pero ya verán después...
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Y puestos a barajar los tiempos, recuerdo que me olvidé contar una cosa de ayer. Al final de la conferencia estuvimos hablando del amor conyugal como distinto del amor romántico y de la diversa poesía que tienen ambos. Cuando salí, miré mi móvil y tenía un mensaje de Leonor. Lo abrí y decía escuetamente: "Carmen tiene piojos". Me pareció, a su manera, otro poema "conyugalia".
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Lo recupero porque tuve otro momento conyugal. No conseguía cerrar la maleta entre los regalos y el desorden y el dolor de cabeza y ya me tenía que ir y me entró la ansiedad. Así que me dije: ¿cómo lo haría Leonor?; y doblaba las camisas. ¿Cómo lo haría Leonor?; y metía los libros en el lugar más mullido, y así. Fue mano de santo. Mano de santa.
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Llegué muerto al Matadero a ver la exposición sobre Lampedusa. Me informaron de que sólo abría por las tardes. ¡Y yo que había reservado mi tren para darme tiempo a verla! Pregunté si al menos podría mercar el catálogo o algo, y me encaminaron a la sala de la exposición, por si había algún propio con información. Aquello es una extensión desolada por la que corre a sus anchas un viento gélido. Yo andaba arrastrando una maleta por un suelo aladrillado y tres bultos de libros y con una ropa de abrigo un tanto bizarra, mezclando la chaqueta de ayer con un plumas y esas cosas que los provincianos nos echamos encima en Madrid en invierno. Me consoló oír que por la megafonía del centro cultural habían puesto una conferencia muy sesuda sobre las coplas a lo divino de la Edad Media al siglo XVI, supuse que por la Navidad, y que se hablaba con toda naturalidad de san Francisco de Asís, de san Pedro de Alcántara y hasta de santa Teresa de Jesús. Pensé bien, lo confieso, del ayuntamiento de Carmena. Y eso que el bedel me dijo: "Cerrado. No hay catálogo. Adiós". Adiós. Cuando salí del Matadero seguía sonando la conferencia y ya me escamé. Me monté en un taxi y sonaba, así que se me ocurrió mirar el móvil y, en efecto, había saltado la conferencia en él. Crucé de lado a lado el dichoso Matadero y hablé con todos los funcionarios disponibles de allí con una conferencia sobre la poesía religiosa a toda pastilla desde el bolsillo de mi chaqueta, como un loco de Dios de los caminos. (Tal vez eso disculpe la prudencia taciturna del bedel de la sala de exposiciones.)
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Quedé a comer con un poeta amigo. Me llevó a un sitio que tiene... una tortilla de patatas estupenda.
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Un día nos voy a cronometrar, porque entre poetas se habla muy poco de poesía y mucho de la vida, o sea, de poesía (de la secreta). 
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Le había comprado a Quique en Tiger un paraguas con la empuñadura de un sable. Además de la vergüenza de cruzar Madrid con el artefacto, tuve que dar algunas explicaciones en el control de seguridad de la estación de Atocha, aunque sospecho que la vigilante tenía un niño o un sobrino y lo que quería era información y complicidad. 
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Nada más instalarme en mi asiento, llegó una pareja y él se sentaba a mi lado y ella lamentó muy zalaberamente no ir juntos. Yo, que soy un romántico, le ofrecí de inmediato mi asiento y me fui dos filas más adelante, con el pecho henchido de satisfacción por el deber cumplido. Al poco rato les oí discutir. Por lo visto, él quería ver la película y ella le recriminaba: "Joder, Antonio, siempre estás igual, enchufado a los aparatos, y yo lo que quiero es charlar contigo". Empecé a darme cuenta del alcance de mi acción. Sentí sobre mi nuca el odio reconcentrado de ese pobre hombre. Yo intentaba leer, pero me atormentaba la conciencia. Y los oídos. Por lo visto, él había quedado con alguien en Jerez, adonde viajaban, y ella le afeaba (feamente) que hiciese planes sin consultarle y que fuese de tantos amigotes cuando ella lo que quería era estar con él, etc.


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Leía entre discusión y discusión y peso de conciencia y peso de conciencia, el levísimo y celebrativo Saber de grillos de Vicente Gallego. Era un contraste extraordinario. Como volvía a casa, recordé a mis grillos, que me reclamaban. El libro me resultaba demasiado esquemático, como si algunos poemas fuesen apenas notas para escribir luego un blog (un buen blog, quiero decir, eh) de impresiones campestres: "Hay un reloj de sol, / pero no hay tiempo", por ejemplo. Un cuaderno de campo en el que hace bocetos, algunos muy precisos, como el de la perdiz, que es "un terremoto de los aires" cuando levanta el vuelo. Pero luego eché cuentas y sumé varios poemas emocionantes. Y sumé un cargo de conciencia más: somos más intolerantes con la poesía sencilla que con la barroca. Si en un libro más locuaz y artificioso hubiese encontrado el mismo número de poemas buenos, me habría parecido mejor, sólo por el hecho de haber trabajado apartando la hojarasca. Aquí, que sólo he tenido que apartar algunas ramitas, debería estar más agradecido aún por los hallazgos. Por ejemplo, este poema con un aire a Jiménez Lozano: 

HUMO DE LEÑA
 

Este primer llegarse
 
del humo de la leña 
--con la flor aterida 
del invierno ya dentro-- 
qué bien traído está, 
donde le importa al alma.

Y puede bosquejarse la evolución de Vicente Gallego según el planeta que ha tenido mayor ascendiente sobre él en cada época: de Brines a Claudio Rodríguez y ahora, quizá, Jiménez Lozano.

Con todo, cómo digo, qué buenos poemas encontré:


AL PASO 

Como estrellas de bruces,
 
las piedras del camino 
empapadas de luna. 

Ya no tengo cuidado,
 
no veo otro remedio 
que ir pisando luceros.


CREPÚSCULO
 

Si se lo tengo dicho,
 
al jazmín de mi verja, 
que me tenga respeto. 

Pero llega la noche,
 
se abre la vieja herida.
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Pasa un monje: un dominico o quizá un mercedario, con un hábito blanquísimo. Es joven. Se siente a su alrededor la gravitación de otro tiempo, un resquicio de eternidad. O de alegría. O de ambas. El hábito flotaba, porque caminaba a buen ritmo, y nos rozó a todos.
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La pareja de mi asiento sube la voz. Discuten del nacionalismo catalán. La mujer, partidaria de España, digamos, y de Madrid, en concreto, donde ella se siente como en casa, a pesar de ser manchega. Él decía que no, que no sentía nada por España, que él era manchego puro. Y que entendía a los catalanes [sic, pero quería decir " a los catalanistas", claro]. Llega a ser de otro sitio y yo hubiese dudado, pero manchego puro no fue ni don Quijote, así que el hombre estaba desesperado, dispuesto a despeñarse ya, a discutir un poco de cualquier cosa con tal de dejar de ser reñido por su romántica compañera. Otra señora se sumó a la conversación y dijo que ser español es sólo una circunstancia. Y yo entonces no me pude resistir y dije que sí, que una circunstancia, pero también, para mí, un honor y que claro que no era mérito mío. Lo mío era tratar de estar a la altura. Supongo que el manchego pensaría: "Ahora el tío, encima, viene con recochineo, y me hace esto". 
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Yo soy yo y mi circunstancia, pero prefiero mi circunstancia. De hecho, en este viaje a Madrid me he preguntado varias veces: Si yo me conociese, ¿me caería bien?
Pasó de vuelta el monje y otro del coche (habíamos degenerado ya en una tertulia animada y transversal) observó lo bien acompañado que iba el monje, eh, eh, guiñándonos. Y sí, iba con una chica muy guapa. Yo, que por supuesto me había fijado antes y mejor (¡bueno soy yo!) repliqué al vuelo: "Debe de ser su hermana, porque se parece mucho, en más guapa, y además va que no cabe en sí de orgullo". Alguien me dio la razón.
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A ver si llegábamos pronto, pensé un poco abochornado, porque ya estaba yo como don Marcelino Menéndez Pelayo: "católico a machamartillo y español incorregible".
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Al llegar a Jerez, se bajó la pareja manchega, y se despidieron muy cariñosos. Yo intenté atisbar un brillo de rencor en los ojos de él, pero no. Me lo perdonaba todo, supongo que arrastrado por el alivio de la liberación y por la esperanza de reunirse, al fin, con sus amigotes. Le(s) deseé un fin de semana muy feliz en la tierra.
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Llegué a casa y no había grillos, ay, pero me estaban esperando para cenar. ¡Y de cena..., tortillas de patatas! No dije nada de nada y me comí lo que me tocaba, pero no es virtud, eh, no os engañéis, sino que la tortilla de patatas me gusta muchísimo, gracias a Dios.


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