viernes, 1 de diciembre de 2017

Estar en la honda


Nos avisaron que algunos muchachos, desde fuera del instituto, estaban lanzando piedras contra la fachada. Algunas clases habían tenido que bajar las persianas para proteger los cristales. Llamamos inmediatamente a la policía. Cuando salí, después de llamar, vi a un macarra como de película que se había colado dentro del centro saltando la puerta principal, que está cerrada hasta que acaban las clases. No me quedó más remedio que irme hacia él, pero con cierta desconfianza. A ver qué pasaba.

Le di el alto. “¿Qué haces aquí, tú, eh?” “He venido a ver a mi primo”, me mintió. “Déjate de primos y vamos para fuera. ¿Cómo se te ocurre saltar la puerta así?” “Es que ha llegado la poli”, me informó. “Ah, ¿ya ha llegado?” “Sí, sí...” “Bueno, pues vámonos a verlos”.

Y me seguía dócilmente. “¿Cómo te llamas?” “Moi”. Yo empecé a desarrollar un síndrome de Estocolmo a la inversa. Qué buen chaval el macarra tirapiedras. Cuando nos acercábamos a la policía, amplió su confesión: “En verdad, salté para esconder aquí la honda”. “¿Qué honda?” “Esa”, y estaba detrás de un matojo. “Vaya. ¿Y para qué quieres tú una honda?” “Pá las cabras”, me dijo, no sé si con la intención de reírse de mi pregunta absurda o por un resto de bucolismo.

Cogí la honda, que es lo que más preocupaba al chico, y me la guardé en un bolsillo. Supongo que con intenciones contrapuestas: dársela a la policía, encubrir al amable macarra o, incluso, quedarme con ese objeto cervantino. Ahora no sé exactamente por qué me la guardé ni sé si lo sabía entonces.

Como la policía estaba al otro lado de la valla, cacheando a los colegas del colega, le dije al mío: “Eh, tú, ahora das la vuelta corriendo a toda velocidad y vas donde la policía. Pensé que si se largaba, ya podría sacar la honda sin traicionar al esfumado elemento. El chaval corría que se las pelaba hacia la puerta del IES. Enseguida llegó el director y abrió la puerta principal. A mis alumnos, que veían la escena desde las ventanas, aquello les hizo una gracia tremenda: el chico corriendo para dar la vuelta cuando ya no hacía falta. Luego me contaron que también habían observado el misterioso movimiento de muñeca con el que me había guardado la honda, pero que no dijeron nada por no comprometerme.

El director y yo saludamos a los policías. Al rato llegó, sudoroso y jadeante, mi elemento. Le llamaron “Moi” sus colegas y la policía también. Ni me había mentido ni se había fugado. La policía nos sopló: “Ese es de los más peligrosos” “Vaya por Dios”. Con todo, la honda se hundía cada vez más hondo en el bolsillo de mi tres cuartos.

Interrogaron a los tipos. De pronto, uno va y dice sin venir a cuento: “Si no estábamos haciendo nada. Sólo jugábamos con la honda, pero tirando para allá, no para el colegio”. No sé si le tendría alguna guardada al Moi o qué. “¡La honda! ¿Qué honda?”, gritaron los policías, excitados como sirenas de policía. Yo vi que ya no tenía ambigüedad en la que esconderme. Saqué con cara de naturalidad la honda de mi bolsillo: “Esta”.

Los policías me miraban sin dar crédito. A mí, al bolsillo, a la honda.

Yo creo que la mitad de los gritos los daban en mi honor. El rabillo del ojo no me lo quitaban de encima no fuese a sacar otra cosa del bolsillo. La honda, por lo visto, tiene la consideranción legal de arma. Puede matarte. La mía (la que fue mía durante diez minutos, pero que era del Moi) era una honda enorme, buenísima, peligrosa. La ponderaron mucho todos, para mi dolor. Y yo volvía tener sentimientos encontrados: el remordimiento de haber guardado en mi bolsillo el equivalente de un revólver y la lástima de no habérmela distraído. A Moi se le complicaban las cosas.

Yo decidí volverme con mis alumnos, porque aquello ya lo manejaba bien el director y porque los policías me miraban bastante raro.

Anduve apesadumbrado por la policiía. Supuse que tiene que ser muy cansado defender la ley y el orden y que hasta los más carcas caigan en la tentación de echarle un cl un poco al niño hondero.

Luego, mis alumnos, muy divertidos me amargaron más. Me explicaron que en Puerto Real hay una enemistad infinita entre las hondas y la policía desde los tiempos de las huegas salvajes de Astilleros. También me recordaron que hay un delito de encubrimiento. Uno de ellos tuvo que pagar una vez una multa de 89 euros por no denunuciar a un amigo.

Estaba desconsolado y sin honda.



















1 comentario:

Sergio Fernández Salvador dijo...

Curioso. Hay un Moisés apodado "Moi Patata" en Cien centavos, de César Martín Ortiz (libro maravilloso, por cierto), como este un inadaptado. Siendo dos personas distintas parecen el mismo personaje.